Las emociones
tienen una base biológica. Todos los seres humanos las sentimos con mayor o
menor intensidad a lo largo de la vida. Para regularlas hay mecanismos
cognitivos, a través del pensamiento y el lenguaje, y mecanismos corporales, a
través del movimiento corporal y los sentidos. Estos mecanismos pueden darse de
manera “espontánea” en muchas personas a partir del desarrollo de un apego
seguro con los padres, sin embargo, también se pueden aprender.
Los primeros en
enseñar a los niños/as acerca de cómo manejar las emociones son los padres
mediante la forma en que contienen a sus hijos/as desde bebés, siendo capaces
de “leer” lo que les pasa para satisfacerlos a tiempo. Por ejemplo,
distinguiendo entre llanto de dolor o de sueño. No obstante, a medida que los
niños crecen se complejizan y a veces los padres no sólo no entienden lo que
están sintiendo, sino que ellos mismos se sienten invadidos por la rabia,
cuando no pueden “controlarlos”, acudiendo al maltrato psicológico y fÃsico.
Gestionar bien las
emociones es muy importante, porque ellas median las relaciones, en particular,
en las situaciones de conflicto. Cuando el problema de interacción entre padres
e hijos no está bien manejado puede llevar a desarrollar patrones de relación
conflictiva que se cronifican en el tiempo, lo que a la larga implica
distanciarse afectivamente a pesar del amor que se tengan.
En los
preadolescentes la intensidad emocional aumenta sin tener aún la maduración
cognitiva que les permite pensar con claridad. AsÃ, estos conflictos pueden
agudizarse y llevar a perturbar a los miembros de la familia, llegando incluso
a desarrollar trastornos de salud mental.
¿Cómo prevenirlos?
Los padres pueden guiar a los hijos en la regulación emocional, para lo cual
también deben ser capaces de autorregularse. Educar las emociones implica
aprender a estar conscientes de las emociones que se sienten, es decir, ponerles
un nombre; comprender qué las gatilla y poder expresarlas de una manera
regulada. La inhibición o represión no es el camino para regularlas, ya que eso
sólo logra acumularlas para luego desbordarse a través de situaciones
potencialmente violentas para sà mismos y los demás.
La expresión
regulada de las emociones puede ser a través de una conversación sincera y
respetuosa, mediada por la empatÃa, dentro de la cual se pueda identificar cuál
es la emoción predominante. Ponerle nombre a lo que siente facilita procesos
neurocognitivos que regulan el cerebro. Luego, en conjunto, se debe identificar
cuál es la causa aparente, o el gatillante, de tal manera de ayudar a entender
la conexión entre esa causa y la emoción.
Otras claves
serÃan estar conscientes del cuerpo, los sentidos y el movimiento corporal.
Para eso, una idea para calmar el momento de crisis es la respiración
consciente, inhala, retiene y exhala por lo menos durante 5 minutos en conjunto
con el niño/a, o inflar un globo (imaginario o real). Otra manera es que el
niño se moje la cara con agua frÃa, de manera suave, consciente de cómo se
siente el agua en la cara. También que se le abrace y mecerlo como cuando era
bebé; en el momento de la crisis no se habla para elaborar lo que ocurre, sólo
se mece.
En niño/as más
grandes, adolescentes y adultos, las recomendaciones son las mismas en
situaciones de crisis emocional: realizar respiración consciente, hacer cambios
sensoriales o motores como salir a caminar, cambiar de lugar hasta calmarse, y
sin importar la edad, siempre estará bien un abrazo y una conversación que
valide la emoción, no cuestione y exprese aceptación incondicional.
Margarita Sandoval Gutiérrez
Psicóloga y académica de PsicologÃa
Universidad San Sebastián


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