La elaboración –o no– de una nueva
Constitución es y será un tema obligado en los próximos meses, dentro del
convulsionado período de nuestra historia que estamos viviendo. Ello, pues las
esperanzas y anhelos de muchos sectores descansan en la dictación de una nueva
Carta Fundamental. De ahí que sea más necesario que nunca exponer qué es,
cuáles son los contenidos, características y límites de un documento semejante.
Una Constitución es la norma jurídica
más alta de un país, razón por la cual, todas las demás “leyes” deben amoldarse
a ella, esto es, no pueden contradecirla. Ello, entre otras, por dos razones:
primero, porque si lo hicieran, de poco valdría tener una Constitución;
segundo, porque se produciría un desorden y contradicción notables entre unas
leyes y otras dentro de un país, pudiendo derivar lo anterior en un auténtico
caos.
Por tanto, la primera función de una
Constitución es establecer el marco jurídico fundamental para el funcionamiento
de un país, a fin de que las leyes que surjan a su sombra la desarrollen de
manera armónica y se logre una coherencia mínima al interior de un ordenamiento
jurídico.
Por lo mismo, la manera en que una
Constitución regula las materias que le competen es sumamente general,
estableciendo sólo los aspectos más importantes de las mismas, o si se
prefiere, sus grandes principios. Tener esto claro es fundamental, porque a
nada ni a nadie se le puede pedir más de lo que puede dar. Por eso, un aspecto
que debe ser recalcado hasta la saciedad en estos momentos de reflexión, es que
una Constitución, por su propia naturaleza, no puede ni debe entrar a regular
materias específicas, pues en caso contrario, traicionaría su razón de ser.
Esta regulación más en detalle de las
materias que la Constitución deja enunciadas y establecidas en sus aspectos más
básicos, le corresponde a la ley –la llamada “ley en sentido estricto”–, esto
es, a las normas jurídicas que emanan del Poder Legislativo (en nuestro caso,
ambas cámaras y el Presidente de la República, actuando en su rol de
co-legislador). Las leyes vienen a ser así, como ramificaciones de la propia
Constitución, mandadas por ella, que vienen a “rellenar” los espacios que deja,
a fin de normar aspectos que la última no puede abordar. Evidentemente la labor
de “relleno” no acaba aquí, y les corresponde a otras normas más específicas
–“leyes en sentido amplio”–, la tarea de completar lo que aún falta: la llamada
“Potestad Reglamentaria”, esto es, normas jurídicas que emanan de varios
órganos del Poder Ejecutivo (decretos, reglamentos, ordenanzas, etc.). Mas
todas estas normas o “leyes” deben estar sometidas y en armonía con la
Constitución.
Por tanto, resulta imposible que, por
la sola dictación de una Constitución, se solucionen los problemas que han sido
el puntapié inicial de nuestra actual crisis sociopolítica y económica, ya que como
se ha dicho, ella es demasiado general. Pretender lo contrario es injusto, pues
no es esta su función. Para ello se requieren leyes, decretos y reglamentos,
que se encarguen, con su mirada mucho más específica, de intentar solucionar
los problemas que regulan. De ahí que sea forzoso concluir que, para cambiar la
regulación de estas materias, no resulte indispensable una nueva Carta
Fundamental.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Director de Derecho USS Concepción
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